Buceando en la Historia de la Filatelia (81)
Publicado en Revista de Filatelia (Mayo 2011)

Figura 1.- Frente de carta con el sello de la Alcaldía del Lazareto de San Simón al Gobernador Civil (sello azul Gobierno de la Provincia/ Pontevedra). Al lado marca circular roja de la cartería de Redondela (PE 6).
La historia postal nos ofrece interesantes aportaciones cuando leemos el contenido de las cartas. Los textos narran con espontaneidad y sencillez las vivencias cotidianas, lo que nos permite acercarnos de manera natural y sin mixtificación ni subjetividad al hombre de una determinada época y lugar.
Hoy contemplaremos unos escritos que hacen referencia a la salud. Cuando en temas de historia postal nos referemos a la sanidad lo primero que nos viene a la mente es la prevención a la expansión o propagación de las epidemias. Las cartas se consideraron durante tiempo como un medio de contagio y por ello se reguló su distribución cuando provenía de lugares con posibles epidemias.
LAS EPIDEMIAS
Partiendo del supuesto de que el agente epidemiológico anidara en la correspondencia procedente de zonas contagiadas por la peste, sólo cabían dos caminos a seguir: o se destruían las cartas por medio del fuego (como se hacía con las prendas y enseres de las víctimas de la enfermedad), o se desinfectaban para eliminar el elemento potencialmente infeccioso.
En esta labor jugaron un papel fundamental los llamados “lazaretos”, instituciones sanitarias con dos finalidades primordiales: someter a cuarentena a personas procedentes de zonas sospechosas y hospitalizar a los que se diagnosticaran enfermos. Las mercancías, y concretamente la correspondencia, eran sometidas a los correspondientes procesos de desinfección.
España contó con dos lazaretos: el de San Simón y el de Mahón.
El lazareto de Mahón comenzó a funcionar en 1817 aunque la orden de su creación la había firmado el Conde de Floridablanca en 1793 como una medida más de las reformas de modernización del estado impulsadas por Carlos III.
Por su parte, el lazareto de San Simón se estableció en 1842. Debe su nombre a la pequeñísima isla en la ría de Vigo, casi unida a tierra firme por una lengua de arena, donde se construyó. Esa isla perteneció a la Corona de Aragón después de que en ella estuvieran establecidos los caballeros templarios en los siglos XII y XIII. Posteriormente, en 1370, Aragón la donó al obispado de Tuy.
MALVAS Y LECHE DE BURRA

Figura 2.- 1805 (7 de diciembre) Morella a Puimoisson. Aunque la carta esté fechada en Morella fue sellada en San Mateo (marca S.M./ VALENCIA en tinta de escribir) y nuevamente en Barcelona (B. CATALVÑA) para dirigirse por Perpignan y Digne a Puimoisson en el Departamento de los Bajos Alpes.
Pero nuestro objetivo hoy no es tratar de la desinfección de la correspondencia y de los lazaretos, sino otros temas sanitarios citados en los textos de las cartas.
Por supuesto, las referencias más abundantes en las cartas antiguas son acerca de las pestes que durante siglos asolaron Europa y diezmaron su población. Por ser más conocidas las obviaremos en este artículo y acudiremos a otros ejemplos. Véase la figura 2 :
Se trata de una carta escrita por una mujer (Isabel de Isuard), algo inusual, ya que son rarísimas las cartas escritas por mujeres plebeyas en esas época. La dirige a su hermano y en ella le dice “sentimos mucho que estés malo procura cuydarte, estraño me digas que no ay malvas, esas se guardan secas todo el año para cuando no las ay frescas” y la razón estriba en las propiedades curativas que se atribuyen de esta planta perenne especialmente a las hojas y las flores; estas últimas como dice la carta se conservan secas.
Por su parte la mujer le cuenta a su hermano: “Yo también me encuentro muy incomodada” y añade que su mal “unas veces me cae a los ojos, otros a las muelas y otras al pecho, y me da mucha tos, pero a veneficio de la leche de Burra que tomo mucho tiempo me suele acer mucho provecho, y confío que ahora será lo mismo”.
Las propiedades cosméticas de la leche de burra son famosas por los baños que Cleopatra tomaba, mezclándola con miel, para mantener su piel tersa y joven gracias a las facultades que tiene como regenerador y antioxidante de la piel. Hoy sabemos que en ella hallamos inmunoglobulina y lizozima (algo que sólo tiene la leche materna), fortaleciendo el sistema inmunológico. Su riqueza en nutrientes oligosacáridos es un factor de lucha contra la desnutrición.
En París del siglo XIX se puso de moda tomar un vaso de leche de burra para tener un buen cutis y mejorar la salud. Se crearon lecherías a las que acudía la alta sociedad. Hospitales y orfanatos tenían sus propias cuadras con ganado para alimentar a niños y desnutridos. En el Boletín Oficial de Medicina publicado en 1882 se dice: «las cuadras donde están las burras, sanas, bien ventiladas y limpias se comunican con el dormitorio de los niños: Tratada con dulzura, la burra deja que se alimente el niño. Su anatomía se adapta bien a la boca del niño pequeño. La enfermera se sienta al lado de la burra y le presenta el niño, de vez en cuando presiona un poco para ayudar la salida de la leche. Los niños maman 5 veces al día y 2 veces durante la noche. Una burra puede alimentar 3 niños de 5 meses.»
Sin embargo, pese a sus virtudes, las razones económicas acabarían imponiendo el consumo de la leche de vaca por tratarse de un animal capaz de producir diariamente más de 30 litros frente al litro y medio de una burra. Y da leche siempre que se la siga ordeñando, mientras que la burra sólo durante los seis meses de lactancia de su cría.
BAÑOS DE AGUAS MINERALES
La carta de la figura 3 está escrita por un fraile franciscano. En ella le dice a su superior que cumplirá su encargo “apenas pueda entrar en Gerusalem; pues en la actualidad estoy impedido a causa de la peste; por este azote están cerrados los conventos de Gerusalen, Betlen, San Juan de Judea, Rama y Yafa, menos esta Santa Casa (Nazaret) que en la actualidad está libre y también todos sus contornos; espero que la peste no hará progresos porque la estación está adelantada y el origen fue de unos peregrinos que desembarcarin en Bairut”.
A continuación de esa referencia a la peste, el fraile añade: “El único objeto que tuve de salir de Gerusalen fue con la sana intención de tomar los Baños minerales de Teveríades: pues tanto el actual Superior como los Padres Discretos insistieron y me persuadieron en que así me convenía para mi quebrantada salud; en efecto aier tarde entré en esta Santa casa después de haver tomado quatro Baños en Teveríades y en la actualidad me encuentro muy aliviado”
Es conocido el uso de los baños en el viejo Egipto, luego en Grecia y posteriormente en Roma. Sin embargo en esas culturas no tenían una finalidad únicamente terapéutica, sino que se les otorgaba un carácter ritual en el que se entrelazaban funciones religiosas, fines sanitarios y medicinales, el placer y el lujo. En Egipto los baños se acompañaban con el uso de aceites y perfumes cuya preparación únicamente conocían los sacerdotes. Por su parte muchos griegos eran enemigos de los baños por considerarlos detestables, vinculados a la debilidad y la relajación; pero otros los ensalzaban como un signo de progreso, lujo y prestigio. Las termas y baños alcanzaron su máximo esplendor con los romanos, que promovieron los baños públicos, llegando a ser auténticos palacios en cuyas lujosas estancias podían reunirse hasta a 2.500 personas.
Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, construyó la ciudad de Tiberíades hacia el año 18 d.C. para convertirla en capital del reino de Galilea. Sus aguas minerales fueron famosas desde la antigüedad y se les reconocían unas virtudes curativas superiores a otros manantiales y termas, aunque no tan milagrosas como para curar graves males con cuatro baños como nos cuenta el fraile franciscano en su carta.
LA VIRUELA
La última carta que contemplamos hoy se reproduce en la figura 4. Fue escrita en Lequeitio y es el testimonio de los intentos de prevenir el contagio de la enfermedad de la viruela, que por aquellos años causaba estragos en toda Europa.
Precisamente en Lequeitio está perfectamente documentada la epidemia que afectó a más de 350 personas en el invierno de 1769. La mayor parte de sus víctimas fueron pobres deficientemente alimentados y con importantes carencias higiénicas. Francisco Feo Parrondo, de la Universidad Autónoma de Madrid, en un trabajo titulado “La Epidemia de Viruela en Lequeitio (1769)” afirma que sólo murió el 4% de los que enfermaron (o sea 14 personas, en su mayoría de edad avanzada) cuando lo habitual en una epidemia de esa naturaleza hubiera sido una mortalidad entre 15% y el 40%. El profesor Feo considera el uso de la inoculación como la posible causa del reducido número de muertes.
El autor de la carta que comentamos escribe: “La sobrinita de vms. nuestra hija Maripepita se halla tan robusta y hermosa qual mejor no la podríamos desear, pero es tan golossa que visiblemente aniquila a su Madre, que la cría a sus pechos con todo contento. No ha pasado aún las viruelas porque la hemos tenido con la maior precaución, temerosos de que no se contagie por el lugar; aunque a los principios resolvimos el inocularla, no la halló el Cirujano en disposición por su tierna edad; ahora podía hacérsela, pero no queremos de ninguna manera; porque (siendo aun el mejor ingerto) regularmente es mui temible, hiciera mucho estrago en ella por su mucha robustez, por cuio motivo proseguimos con igual precaución que hasta aquí; hasta que se disipe enteramente esta maldita plaga, que si lo conseguimos (como espero) habrá tiempo para valernos de la inoculación tan prodigiosa”.
En Europa, a fines del siglo XVIII, cada año eran víctimas de la viruela unas 400.000 personas, y un tercio de los enfermos que sobrevivían quedaban ciegos.
Desde hacía mucho tiempo, y especialmente en Oriente, se practicaba la inoculación. Se basaba este método en el principio de que quien había enfermado de viruela nunca más la sufría. Para ello se inoculaba en individuos sanos material orgánico infectado de viruela de un caso leve de forma que sufriera un proceso moderado de dicha enfermedad superado el cual quedara inmune frente a futuras posibles epidemias.
Esta práctica tuvo amplia difusión a raíz de la inoculación de los hijos de los príncipes de Gales en abril de 1722. A raíz de ello se abrió un discutido y polémico debate en atención a principios médicos por un lado y filosófico morales por otro.
Uno de los más entusiastas partidarios de la inoculación en Francia fue Voltaire que, en su carta “De l’insertion de la petite vérole”, hacía un resumen histórico de esta técnica con una encendida defensa de su puesta en práctica como lo hacían ya los ingleses. Su implantación se generalizó en nuestro vecino país en la segunda mitad del siglo XVIII.
Sin embargo se trataba de un método cuya aplicación masiva no era factible y únicamente estaba al alcance de la minoría más pudiente.
La solución no llegaría hasta el descubrimiento de Jenner cuando logró la primera vacunación en 1796, sólo 5 años después de la fecha en que se escribía esta carta en Lequeitio.
Jenner inoculó a un niño linfa del brazo de una mujer enferma de una variedad de viruela que sólo afecta a las vacas y de la que se había contagiado a través de una herida en una mano mientras las ordeñaba. Pocos días más tarde inoculó viruela humana al niño y comprobó que estaba plenamente inmunizado. El origen se encontraba en una enfermedad “vacuna”, es decir, propia de las vacas, dando así el nombre genérico a las vacunas.
En 1799 se publicó en Barcelona el primer texto español sobre la vacuna y, en 1800, el médico catalán Francisco Piguillem realizó la primera vacunación en en nuestro con linfa vacuna procedente de Paris.
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Las cartas que hoy hemos visto revelan otra de las posibilidades de la historia postal: la lectura de sus textos nos abre los ojos al mundo de realidades vividas por el sujeto que las escribió en una época tan lejana como antigua sea la misiva.