Fruslerías — 13 de octubre de 2015

La leyenda de Marcús

por

Buceando en la Historia de la Filatelia 061

Publicado en Revista de Filatelia  (diciembre 2005) 

Fig 1 Capilla Marcus por Gomez Feu

Fig 1.- La Capilla de Nuestra Señora de la Guía. Dibujo de Antonio Gómez Feu, Barcelona, 1958

Barcelona es una gran ciudad en la que se entremezclan lo antiguo y lo moderno en una síntesis que es contemplada con admiración por un flujo creciente de turistas. La Ciudad Condal ofrece un legado histórico que, junto a su dinámica modernidad, la hacen centro de interés de millones de visitantes cada año.

Las vicisitudes de la historia han llevado a la ruina la mayor parte de sus edificios y monumentos antiguos, como pasa con tantas otras ciudades. Si nos centramos en  la época a la que nos vamos a referir, Barcelona sólo conserva tres iglesias románicas: San Pablo del Campo, San Pedro de la Puellas y la Capilla de Nuestra Señora de la Guía.

La de Nuestra Señora de la Guía es la más modesta de ellas. Se encuentra en el barrio de La Ribera[1], al otro lado de la muralla que le separaba del conocido barrio gótico. En esa zona construyeron, a partir del siglo XIII sus palacios góticos las fortunas más importantes de la ciudad vinculadas al comercio marítimo. Se trata de una humilde capilla románica de la que sólo se conserva su estructura original. Nos ofrece unas paredes interiormente encaladas y en el ábside un retablo neoclásico de escaso valor artístico con la imagen moderna (la antigua fue destruida en el incendio de la Semana Trágica de 1909). Está enmarcado por dos composiciones abstractas de Carles Arola y un fresco estucado al fuego en el camarín de la Vírgen de la Guía ([2])

Hallamos los orígenes de este monumento el 3 de junio de 1147, cuando los obispos de Barcelona y Tarragona confirmaban la donación de unos terrenos para edificar en ellos un cementerio y un hospital para pobres y junto a él la famosa capilla.

Fig 2 Capilla Marcús ATV 25

Fig 2. Estado de la capilla tras su quema por las hordas anticlericales durante la Semana Trágica de 1909.

Es conocida popularmente como la Capilla Marcús debido a su fundador: Bernat Marcús, un burgués barcelonés que mandó construir un hospital y junto a él la citada capilla.

Este personaje participó en la alta política de la época como consejero de Ramón Berenguer y al morir el Conde de Barcelona, el unificador de Cataluña con Aragón por su matrimonio con Doña Petronila, la heredera de la corona aragonesa, fue nombrado por ésta su ejecutor testamentario

El “Memoriale Sanctae Mariae capellae Barnardi Mercuci”[3], redactado en 1340, por el propio rector de la capilla (Guillem Bartomeu) dice que Bernat Marcús era propietario de una gran parte de Montjuich. Fue enterrado en el mismo cementerio del hospital si bien éste último no lo llegó a ver construido al fallecer el 6 de junio de 1166, el mismo año en el que comenzaban las obras. Fueron sus hijos quienes concluyeran la obra en 1188.

Esta pequeña capilla fue sede de la Cofradía de Correos cuya patrona era Nuestra Señora de la Guía. Al parecer así fue desde los inicios de la asociación, cuya fecha exacta desconocemos. Carreras Candi sitúa ya en 1395. Sin embargo sólo tenemos documentación fehaciente de su existencia por el privilegio real concedido en 1417, tras unos años de declive por la profunda crisis que que había experimentado a finales del siglo XIV durante y en los primeros años del XV.

Esa Cofradía de Correos de Nuestra Señora de la Guía o de Marcús es la más antigua institución de naturaleza postal de la España Moderna, aunque, como vemos, fuera fundada en plena Edad Media, y perduró hasta la muerte de su último cofrade a mediados del siglo XIX.

Hasta aquí una historia injustamente olvidada por muchos y que debiera llenarnos.

Las grandes historias se ven adornadas con frecuencia por viejas leyendas, en la mayoría de los casos para exaltar sus grandezas, méritos o cualidades. Esta es la leyenda que la tradición nos ha legado de Marcús:

Érase una vez, hace muchos años, hacia mil ciento y tantos, en la que vivía un hombre que ejercía el trabajo de correo en Barcelona. Por aquel entonces Barcelona era la capital del Principado de Cataluña. Regía el gobierno de esos territorios Ramón Berenguer IV, uno de los grandes de la historia de Cataluña. Su matrimonio con doña Petronila heredera del trono de Aragón conduciría a la unión de ambos estados. Ramón Berenguer IV, sin embargo, usaría únicamente el título de príncipe de Aragón. Su hijo Alfonso II de Aragón y I de Cataluña comenzó la dinastía de los reyes de Aragón que unía ambos reinos, aunque el título de conde de Barcelona pasaba a un segundo término a partir de entonces.

Dice la historia que uno de los más fieles vasallos de Ramón Berenguer respondía al nombre de Bernat, Bernat Marcús, y era consejero suyo. No lo creáis. Bernat Marcús era un correo. Un hombre que ya fuera a pie o, excepcionalmente, a caballo era contratado para llevar algún mensaje, alguna carta, desde Barcelona a los puntos más dispares de la geografía.

La vida de los correos en aquella época era de gran dureza. Por lo general pasaban mucho tiempo sin trabajo, rondando las casas de postas y los hostales a la espera de encontrar quien le efectuara un encargo; y cuando éste les llegaba, debían estar prestos a conducir los mensajes que se les confiaban. Por encima de las inclemencias del tiempo, de los avatares de las guerras, superando los asaltadores de caminos, los bandidos y todo tipo de contratiempos y privaciones, lo importante, más aún, lo fundamental era llegar al destino, y llegar a tiempo para entregar las cartas o mensajes que les hubieran dado. La vida de los correos solía ser corta y terminaba sus días con la salud quebrantada por lo accidentado y duro de su quehacer.

Con esa vida tan esforzada y sacrificaba, nuestro personaje no paraba de darle vueltas a la cabeza pensando, imaginando e incluso soñando despierto. Su gran ilusión y máxima esperanza era encontrar una oportunidad que le permitiera salir de tan amarga forma de vivir.

He aquí que una noche, cuando yacía en su lecho agotado por los esfuerzos del día, el sueño el sueño se apoderó de él. Vio entonces cómo un ángel le decía que si su voluntad era cambiar la situación de su vida, debía ir a Narbona, la ciudad del Rosellón.

Se despertó más que alborozado, excitado. Pero las primeras luces del día le abrieron los ojos a la cruda realidad. De inmediato el sentido común le llamó a desechar semejantes ideas. Sólo había sido un sueño.

Todo regresó a la triste monotonía de cada jornada. El acontecer cotidiano le había devuelto a su ordinario vivir.

Sin embargo, tras el nuevo día llegó, de nuevo, la noche y el sueño se repitió con la misma claridad. Posiblemente hasta con mayor intensidad. De nuevo la voz del ángel le decía lo mismo y le precisaba que en Narbona debía ir al puente donde se le abrirían las puertas a una nueva y más afortunada vida.

Al despertar con el nuevo amanecer,  ya no se veía capaz de rechazar el sueño como una mera ilusión y no puede apartarlo de su cabeza, hasta  convertirse en algo obsesivo. Ninguna reflexión ni llamada al sentido común le puede frenar. Nuestro personaje, ni corto ni perezoso, se pone en marcha. Camina con la mayor celeridad. ¿Camina he dicho? No, corre. Marcha con mucha mayor ligereza que cuando ejercía su trabajo de correo. Sus pies parecen transportarle sin tocar el suelo. En menos de tres días llega a Gerona y de allí, después de otros tres días y medio de caminar con la máxima intensidad que le permitían sus fuerzas, atraviesa Perpignan para llegar a la entrada de Narbona, transcurridos nueve días desde la salida de Barcelona, .

Era tarde, se hallaba cansado, el sol también parecía agotarse lanzando los últimos  resplandores de luz y sombras con entremezclados colores naranjas, amarillos y dorados en un cielo con una nubes que, más que reales, parecían extraídos de un maravilloso cuadro de belleza espectacular. No pudo resistirse. Fue a visitar el puente.

Caía la noche cuando llegó. Una luna triste y apagada daba tenues vestigios de una sombría luz que apenas permitía distinguir lo que se hallaba a unos metros de distancia. De cualquier forma no parecía que aquel puente fuera nada especial. Bajó la cabeza y dando media vuelta, se encaminó, entre desencantado y abatido, en busca de un refugio donde pasar la noche y descansar. Ya volvería el día siguiente.

El sol pugnaba por salir y sus primeros destellos mostraban un tenue resplandor de luz que anunciaba el amanecer. Apenas había conciliado el sueño en toda la noche y era tal la inquietud del protagonista de esta historia que, por muy agotado que se hallara, no podía seguir descansando; sobretodo teniendo en cuenta que su ansiedad le agitaba entre los sentimientos de esperanza e ilusión por un lado y por la fría imagen del puente que le había ofrecido el oscuro anochecer. Con estos sentimientos contradictorios, tomó sus cosas y dirigió sus pasos hacia el puente.

Primero comenzó a atravesarlo recorriéndolo de uno a otro extremo repetidas veces, más tarde intento analizar y estudiar cada una de las piedras con las que estaba construido, por último oteaba las vistas y el horizonte que desde ese lugar alcanzaba a contemplarse con el ánimo de encontrar una pista que explicara el sueño que había tenido y justificara su largo viaje. Finalmente, sumido en un profundo desencanto, se recostó para descansar en una pilastra.

Un francés observaba le observaba paseando de uno a otro extremo. Por su aspecto se había fijado en él al llegar a trabajar en la herrería a primera hora de la mañana y le estuvo observando extrañado durante todo el día. En el regreso al hogar una vez acabada la jornada, de nuevo se cruzó con nuestro personaje. La curiosidad era demasiado grande como para no acercarse a él y preguntarle el objeto de su presencia en aquel puente durante tantas horas. 

Al ser interrogado, Marcús le contó su historia y el francés rompió a reír con enormes carcajadas. Se mofaba del catalán tachándole de iluso, idealista y loco. «únicamente un loco -le decía- es capaz de abandonar su casa y emprender tan largo viaje en pos de un sueño». Y añadió: «si hubiera de seguir los propios sueños, yo mismo no debía encontrarme aquí, porque anoche mismo soñé que en la casa de un tal Marcús de Barcelona existe un tesoro escondido en la parte inferior de una escalera» y siguió carcajeándose del barcelonés.

Cuando Marcús oyó semejantes palabras, ante los estupefactos ojos del francés, saltó de alegría, le dio un abrazo y sin mediar palabra volvió a toda prisa a casa. Para el francés aquella reacción era la prueba evidente del desvarío del catalán.

Si rápida fue su marcha hacía Narbona, mayor lo fue el regreso a Barcelona. En cuanto llegó, corrió apresuradamente a registrar la escalera. Y con un júbilo indescriptible pudo comprobar que, efectivamente, allí había, tras un pequeño tabique de madera, un gran cofre antiguo que, inmediatamente, en plena excitación, abrió para encontrar dos figuras. La una era una cabra y la otra un cabrito. Las dos de oro puro y de un tamaño muy superior al propio de dichos animales.

Alborozado, corrió a comunicárselo al conde, su señor. Pues, como dueño de la casa tenía derecho, cuando menos, a una parte de lo hallado. Conocedor el conde que se habían encontrado dos animales, escogió su parte eligiendo la pieza que creía era mejor: el cabrito. El mismo manifestó que prefería la ternura de su carne. Sin embargo, cuando vio que las piezas no eran animales vivos sino figuras de oro macizo, lamentó su elección y echó de menos el tamaño de la cabra de oro macizo que había cedido a Marcús.

Según la leyenda  de esta guisa se hizo rico Bernat Marcús y, por ser un hombre bondadoso y devoto de la Virgen, fundó un hospital para auxilio de los enfermos pobres y así como una capilla en honor de Nuestra Señora, que bajo la advocación de la Virgen de la Guía acogiera a quienes la profesión de correo, como había sido la suya hasta esa fecha.

Leyenda aparte, desde que existe la capilla y en ella tiene su sede la Cofradia de los Correos, cuantos partían de la Ciudad Condal a pie o a caballo, pasaban por ella para ser bendecidos por su capellán. Si eran correos de a pie, entraban en el templo. Si hacían el viaje a caballo, el sacerdote salía a la puerta y el correo, sin bajar de la cabalgadura, recibía la bendición.

 

 

 

 

ILUSTRACIONES:

 

2.- Carta de doble porte fechada en Cardona en1866 dirigida a “José Amigó y Saurí, Plaza de Marqus (Marcús), tienda de sederías, Barcelona”.

 

 

([1])  Concretamente la calle se llama en la actualidad “dels carders”(de los que cardaban la lana). Por aquel entonces estaba a la salida de la ciudad por el Portal Nou, en el camino que poco después se bifurcaba en la vía Marina (que transcurría hacia el Pirineo uniendo los pueblos de la costa) y la vía romana que se adentraba en el interior hacia el Vallés para unirse a la antigua calzada romana, la vía Augusta. La plaza que se halla frente a su puerta principal recibe el mismo nombre de Marcús.

([2])  Las pinturas son obra de última restauración efectuada en 1996 a cargo de la empresa privada SEUR, empresa de mensajería, como reconocimiento a la Virgen de la Guía en su condición de patrona de los mensajeros.

([3])  De ese documento sólo nos queda la referencia pues ha desaparecido. La quema que sufrió la capilla durante la Semana Trágica de 1909 supuso la trágica pérdida de la documentación que en ella se conservaba.