Artículo publicado en la revista
«El Eco Filatélico y Numismático»
(julio 2011)
Un día del mes de mayo de 1892.
Le Journal era un periódico parisino que por aquellas fechas cumplía los cuatro años desde su fundación. Estaba impreso en un formato pequeño de cuatro páginas, pero la edición de aquella fecha daba la impresión de ser mucho mayor por el especial interés que suscitaba una noticia de su primera página. Se trataba de un hecho siniestro que escandalizó a toda la ciudad. Por su parte, el telégrafo se encargó de difundirla en el extranjero. Transmitida por este medio, fue dada a conocer en España a los lectores de La Iberia en Madrid y de La Vanguardia en Barcelona. Los ingleses la pudieron leer, entre otros, en el London Chronicle. Y así en media Europa.
En el mercado de Saint-Ouen no parecía hablarse de otra cosa. Mientras la servidumbre evidenciaba su atracción por estos temas sin disimulo alguno, los señores se mostraban escandalizados e intentaban mostrarse ajenos a semejantes acontecimientos. Entre las gentes de estratos sociales inferiores los sucesos trágicos eran motivo de atención principal; bastaba observar el regocijo, los aspavientos y gritos con los que los comentaban. En cambio, entre las clases sociales más altas se respondía a este tipo de noticias con cierta hipocresía; aunque en el fondo les prestaran el mismo interés e hicieran parecidos comentarios, los cuchicheaban en voz queda y procuraban mostrarse asombrados y escandalizados. Como si a ellos los delitos les manchasen por el mero hecho de comentarlos.
La noticia que promovía tal revuelo era el hallazgo de un cadáver en el interior del baúl dejado por una pareja junto a su equipaje en la consigna de la pequeña estación de ferrocarril de Couville, muy cercana a Cherbourg, en la baja Normandía, en el noroeste de Francia. Los hechos habían acontecido, más o menos, como les voy a contar.
Los coleccionistas de París celebraban desde hacía años la “Bourse des Timbres” en las alamedas de los Campos Elíseos.
Una antigua fotografía de la Bolsa de sellos de París.
Allí acudían numerosos filatelistas orgullosos de sus sellos; unos para venderlos, otros para procurar cambios ventajosos por ejemplares que faltaran en su colección y otros, ¡cómo no!, para presumir y vanagloriarse de la posesión de piezas raras que fueran la envidia de los demás..
A ese mercadillo solía ir Emilio Delahaeff, un joven de 23 años de salud endeble, hijo de un modesto fabricante de ladrillos. Los médicos le habían prohibido que trabajase por sus frecuentes achaques de tisis. Para obtener algo de dinero se dedicaba a comprar y vender sellos de correos en la Bolsa de coleccionistas lugar de reunión todos los jueves y domingos de profesionales, revendedores y aficionados en los Campos Elíseos, no muy lejos del célebre teatro Marigny. Su forma de proceder indicaba que se trataba de un individuo solitario, de carácter infantil y carente de una formación elevada.
Cual depredador acechando a su presa, merodeaba por aquel lugar uno de esos individuos de baja estofa, de mirada torva, malencarado y violento, Guillermo Aubert, que pronto centró su atención en el joven y fiel asistente a la lonja. Por su aspecto entre cándido e ingenuo parecía la víctima ideal.
En cuanto Aubert escuchó cómo se rumoreaba en los corrillos que Emilio había adquirido una bonita colección de sellos por el precio de 2.000 francos, se le disipó cualquier duda que pudiera albergar: ese muchacho era su objetivo.
Aparentando encontrarse con él por casualidad y con fingida inocencia, Aubert entabló conversación con Emilio Delahaeff mostrando un cierto interés por la colección que había adquirido, aunque sin aparentar gran ansiedad para no levantar sospechas. Conversando sobre temas diversos, acabó por averiguar donde vivía. Y, tras entretenida charla y afables palabras, se despidieron no sin antes quedar en volverse a ver.
Con la firma “Darnis” citó por carta al infeliz coleccionista en el Hotel du Rhone, donde le ofreció 4.500 francos por su colección de sellos. Al no aceptar un cheque como pago, quedaron en verse de nuevo el día siguiente en su supuesta residencia. En realidad se trataba de una habitación en la Avenue Versailles, alquilada por él y su amante Margarita Dubois a fin de llevar a cabo la fechoría.
Emilio salió de su domicilio el día 14 por la mañana para no regresar jamás, pues tan pronto entró en la casa, Aubert le propinó un mazazo fatal en la parte posterior del cráneo y el joven filatelista cayó muerto al instante. Margarita, presente o no en ese momento, fue su cómplice. Todo ello fue registrado en el juicio como hechos probados.
Ningún vecino había visto entrar al infortunado. Nadie oyó ruido alguno sospechoso. Pero varios testigos afirmaron haber visto bajar un pesado baúl y cómo Aubert ayudaba al cochero a subirlo a una victoria mientras Margarita sujetaba el caballo reteniéndolo por las riendas. El destino del carruaje era la gare du Nord, la estación de ferrocarril.
Tras el asesinato, mandaron una carta firmada “Thenon” al padre de la víctima en la que le anunciaban la marcha repentina de Emilio a Chicago. Una maniobra de distracción.
Al llegar a Cauville se apearon. Dejaron el baúl que contenía el cadáver en la consigna de la estación y marcharon a recorrer los alrededores en busca de un sitio donde hospedarse. Un lugar idóneo para poder arrojar el cuerpo de su víctima al mar aprovechando la oscuridad de la noche. Todo sería confirmado por diversos testigos.
Sin embargo no habían previsto que el fuerte olor a éter hiciera sospechar del contenido del baúl y fuera abierto para espanto de los allí presentes. El espectáculo era horripilante: se trataba del cuerpo sin vida de un muchacho con la cabeza destrozada y las ropas completamente ensangrentadas.
Una ilustración de la época nos muestra el macabro hallazgo del cadáver cuando se abrió el cofre en la estación de ferrocarril de Couville. Sorprende que el autor reflejara entre los testigos su expresión de curiosidad por encima de la repulsión y sobresalto de quien descubre el cuerpo sin vida de un joven con el cráneo partido con una maza.
Esa es la razón por la cual, tan pronto regresaron a reclamar el baúl, fueron de inmediato detenidos.
Los delincuentes, el asesino y su cómplice, se confabularon, negando ser los autores del crimen. Como prueba de su inocencia ambos ofrecieron la misma versión de los hechos, en apariencia coherente; pero eso no fue obstáculo para el veterano jefe de policía de París. El responsable de la seguridad pública de la capital francesa les tendió una sutil trampa. Ella mordió el cebo en primer lugar y, a continuación, él se vio obligado a confesar.
El cadáver y los detenidos fueron trasladados de inmediato a París para reconstruir los hechos en el mismo lugar donde el crimen se había consumado.
El juicio en el tribunal penal de la capital francesa fue rápido. Aubert fue sentenciado a prisión de por vida y su amante Margarita Dubois a tres años de cárcel como cómplice.
Con el peculiar estilo de una crónica social de la época, el redactor de La Vanguardia retrataba la escena del condenado durante el juicio con toda crudeza:
“Desequilibrado, neurótico hasta lo indescriptible y más excitado de día en día por los vicios, los desvaríos y las angustias de su alocada existencia, Aubert, enfermo, casi demente, prorrumpiendo en aullidos de fiera acosada y echando por la boca más espumarajos que palabras, quería calmar ante el tribunal sus dolores físicos y sus agitaciones morales con el recurso habitual, con la morfina, ese opio de París con que la humanidad fin de siglo quiere emponzoñar su cuerpo y su alma para ahogar en el embrutecimiento su postrera convulsión. No puede darse escena más horripilante que la de este energúmeno, asaetado a preguntas y acusaciones por el presidente, revolviéndose como una fiera que sangra, diciendo a gritos:
– ¡Morfina! Dadme morfina! ¡Necesito enseguida una inyección de morfina!” *
Moraleja.
Los cuentos suelen transmitir una enseñanza.
El relato de las acciones humanas no deja de ser también un cuento Un cuento mucho más próximo a la realidad que las narraciones de hechos imaginarios; pero un cuento al fin y a la postre.
El protagonista de nuestra historia acabó con una vida humana por conseguir unos francos. El dinero lo necesitaba para satisfacer unos deseos convertidos en imperiosa necesidad por su adicción a la droga. Por lograr ese objetivo eliminó de su comportamiento cualquier código moral que fuera contrario a sus fines.
Sin llegar a esos extremos de degradación moral, cabe reflexionar si preservamos siempre íntegros nuestros principios éticos en el actuar cotidiano o llegamos a vulnerarlos por conseguir un determinado sello, una colección especial y valiosa o el prestigio de un reconocimiento.
Es una cuestión que no deberíamos soslayar, ni el comerciante en su actividad profesional, ni el aficionado en su proceder como coleccionista.
* Todos los personajes, nombres, lugares y hechos son rigurosamente ciertos. Cualquier desacuerdo con la realidad es error del autor. El lector hispano parlante que desee la lectura de las crónicas de la época puede acudir a “La Iberia” del día 25 de mayo de 1896 (relato de la detención de los autores del crimen) y a “La Vanguardia” del día 5 de noviembre de 1896 (reportaje del juicio).